El claxon de un coche. La música de fondo de una tienda. El timbre de un teléfono móvil. Las personas que no dejan de hablar.

El ruido continúa, el ruido nunca se detiene.

Los seres humanos son criaturas de lo más curioso. Arriba y abajo, de esta calle a aquella, de un chat a otro, no hay descanso, solo actividad. Quizá no les está permitido. Quizá son así, está en su naturaleza. Siempre me lo he preguntado, pero como todas las grandes preguntas, no he sabido encontrar la respuesta. Tampoco es que me importe demasiado, la verdad.

Exhalo un cansado bostezo. Las multitudes me agobian tanto. Nada destaca, nada sobresale. A todos les preocupa algo y, al mismo tiempo, parece que no les preocupe nada. Es tan aburrido.

En mi caso, mi objeto de preocupación es típico, pero inusual: una chica. Su nombre es Midori, a juego con sus ojos verdes. A ella siempre le ha gustado esa curiosa asociación, la hace sentirse especial. Quizá por eso se lo pusieron sus padres, quien sabe.

Todos los días nos vemos en el mismo sitio, aquí en Shibuya. No recuerdo cómo empezó, se siente tan lejano. Sólo imágenes sueltas, un sentimiento de felicidad. Pero no me hace falta para saber que ella es importante para mí. O quizá sea precisamente por eso. Quizá es importante porque ya no pienso en cómo fue el comienzo, porque solo me importa lo que pueda venir.

Pero es raro, llevo tiempo sin verla. Ayer no vino, y el día anterior tampoco. Y ella nunca llega tarde, siempre es puntual, siempre cumple con sus promesas. Me dijo que nos volveríamos a ver, y por eso yo vine. Por eso he venido hoy, otra vez.

Me siento en mi lugar habitual, cerca de la estatua de Hachiko. ¿Es posible que le haya ocurrido algo? Si por lo menos supiera dónde vive, podría ir a verla, a preguntárselo directamente. Siempre comemos juntos, y hacerlo sin ella se siente vacío. ¿Dónde estás, Midori?

A propósito, ¿has oído hablar de la leyenda de esta estatua? Dicen que es de un perro que venía corriendo todos los días a la estación, a buscar a su dueño. Un día, el dueño falleció, y el perro se quedó esperando, en el sitio de siempre, convencido de que regresaría. Pasó el tiempo, y seguía sin aparecer, pero él se negaba a desistir. Así durante nueve años, hasta que finalmente murió. En honor a su lealtad, los japoneses erigieron esta estatua, para tenerle siempre en sus memorias. Noble gesto, pero fue un animal un poco tonto, si me lo preguntas a mí.

Un niño me mira con ojos curiosos. Su madre le insta a que no se pare. Me gustan los niños, tienen un cierto encanto especial. A veces pienso que los niños son los que más saben de la vida, todavía puros e ingenuos, lejos de las complicaciones que se autoimponen las personas. Los adultos son más bordes, más ariscos.

Aguzo la vista. ¿Qué es eso a lo lejos, podría ser ella? No, mis sentidos me engañan. Solo es una chica cualquiera, de compras con sus amigas. Ya soy mayor y no distingo bien las cosas. Quizá sea por eso, por lo que no ha venido. Quizá se ha cansado de mí. Ella es tan joven, tan enérgica. ¿Qué interés podría tener en un vejestorio como yo? ¿Acaso fui un iluso? ¿Caí presa de mi soledad?

¡Quién tendría unos años menos! Me duelen tanto todos los huesos del cuerpo. A veces, en sitios que ni siquiera sabía que podían doler. Por eso paso la mayor parte del tiempo sentado, recostado en algún sitio cómodo. Porque no tengo nada más que hacer, la vida se me escurre a cada segundo que pasa. Lo sé, de algún modo. Por eso Midori es tan importante. Su mirada, su sonrisa, su cálida voz. Cuando me hace compañía, siento que la vida vuelve a mí, como antaño lo hacía.

Pero no ha venido. Hoy tampoco. Y vuelvo a estar sólo junto a la estatua de Hachiko, viendo circular a la ciudad. Es todo lo que puedo hacer, en verdad. Es lo único que me distrae. Es divertido ver a la gente pasar, todos con su historia particular. ¿Por qué tenía tanta prisa esa madre? ¿Adónde habrá ido con su hijo?

Por allí va un grupo de jóvenes. Qué peinados tan raros, nunca los llegaré a entender. Se propagan como una plaga, la moda, lo llaman. Los jóvenes son tan ruidosos, no son muy diferentes de los adultos. Se piensan que gobiernan el mundo, que pueden hacer lo que quieran. Uno de ellos va cantando, ¿querrán ir al karaoke?

En aquella esquina hay una mujer, recostada contra la pared. No deja de mirar su reloj de muñeca, ¿esperará a alguien? Suelta un bufido de agobio, ¿cuánto tiempo llevará ahí? No me he fijado al llegar, quizás estaba desde el principio. ¿Le habrán pegado plantón? En cierto modo, es reconfortante. Al menos no soy el único.

Los semáforos se ponen en rojo, los coches se detienen. Y la gente atraviesa el cruce, fluyendo como el caudal de un río. Ese tipo está metiendo la mano en el bolsillo de otro, sacando una pequeña cartera de cuero. Las personas son tan despistadas. Mira, ese otro lleva una mascarilla en la cara. Tal vez esté resfriado. O quizás solo le den miedo los gérmenes, vete a saber. Las personas pueden llegar a ser tan paranoicas.

Algo me dice que hoy tampoco vendrá. Quiero pensar que una de aquellas personas, entre el mar de la muchedumbre, es ella. Que se ha despistado, que ha tenido mucho trabajo, que algo ha tenido que pasar. Y escruto el gentío aferrándome a aquella vana esperanza, confiando en que tarde o temprano sucederá. Solo que no sucede. Y el semáforo se vuelve a poner en verde.

No sé por qué me engaño a mí mismo. Sé que no lleva a nada, y sé que es un engaño, pero me lo creo igual. Suspiro y alzo la mirada. Hachiko no me quita los ojos de encima, como si tratara de decirme algo. Su expresión es apenada, o al menos, eso es lo que transmite. Tampoco creo que se le pueda buscar mucho significado a la estatua inerte de un perro muerto. ¿Puede un perro reír? ¿Puede un perro llorar?

—Tú y yo no somos tan diferentes, ¿verdad?

Y el ruido continúa. Se escucha de todo, y al mismo tiempo, no se escucha nada.

*Imagen de cabecera por Daryan Shamkhali

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